Bueno mis queridos amigos hoy les traigo el libro Resident Evil Hora Cero.
Lo voy a subir de a capitulos porque sino se me agotan las ideas.
El libro trata sobre el equipo brabo de S.T.A.R.S y su prinsipal personaje rebeca chambers.leanlo esta muy bueno
El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques
de Raccoon. El estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en
los truenos que rasgaban el cielo del ocaso.
Bill Nyberg hojeó el expediente Hardy, que había sacado del
maletín que
tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave
balanceo del tren lo adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso
Eclíptico estaba casi lleno,
como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la
compañía y, desde la renovación —Umbrella había gastado mucho dinero para
dar un aire retro al vagón restaurante,
desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de lágrimas—, muchos de los
empleados llevaban allí a su familia o amigos para que disfrutaran del
ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la ciudad que
hacían trasbordo en Latham, pero Nyberg habría apostado a que nueve de cada
diez pasajeros trabajaban para Umbrella. Sin el apoyo del gigante farmacéutico,
Raccoon City ni siquiera sería una área de descanso en la carretera.
Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve
movimiento de cabeza al ver la pequeña insignia de Umbrella en la solapa de su
chaqueta, lo que identificaba a Nyberg como un pasajero habitual. Nyberg le
devolvió el saludo. En el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido
rápidamente por el estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una
tormenta de verano. Incluso en el agradable frescor del tren, el aire parecía
cargado con la tensión de la lluvia inminente.
Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico.
Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de
llegar a la mitad del camino ya estaría calado.
Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente
mientras se arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias
veces, pero quería estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez
años llamada Teresa Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo
medicamento pediátrico para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía
exactamente lo que se esperaba de ella, pero también causaba fallos renales, y
en el caso de Teresa Hardy el daño había sido muy severo. Sobreviviría, pero
probablemente tendría que someterse a diálisis
el resto de
su vida. El abogado de
la familia pedía
una fuerte indemnización. El
caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy pretendía
mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de rosadas
mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era donde
Nyberg y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo
para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado,
uno de esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que
usted cobre», viera el cielo abierto. Nyberg sabía cómo tratar a esos cuervos
que se presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo
tendría todo solucionado antes de que Teresa regresara de su primer
tratamiento. Para eso le pagaba Umbrella.
La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien
hubiera lanzado un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Nyberg miró
hacia el exterior. Justo entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo
del tren. Perfecto. Iban a tener hasta granizo.
El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e
iluminó la pequeña
colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del
bosque. Nyberg alzó la mirada y vio una alta figura recortada contra los
árboles en la cima de la colina, alguien con un abrigo largo o una túnica
oscura sacudida por el viento. La figura alzó los brazos hacia el furioso
cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció, sumergiendo de nuevo en sombras
la extraña escena.
—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Nyberg, y más agua golpeó
el cristal. Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando
gruesas
masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para
mostrar docenas de brillantes dientes afilados como agujas. Nyberg parpadeó sin
saber qué era lo que estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta
del vagón, un alarido largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas
parecidas a babosas del tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las
ventanas. El sonido del granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a
torrente, y su estruendo ahogó los muchos nuevos gritos.
¡No es granizo, eso no puede ser granizo!
Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Nyberg, y se alzó
de golpe. Llegó hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara
hecho añicos, antes de que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un
sonido agudo y seco que se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi
ahogado por el continuo estruendo del ataque. Las luces se apagaron, y Nyberg
notó que algo frío, húmedo y cargado de vida le caía sobre la nuca y empezaba a
morder.
Las aspas del
helicóptero cortaban la oscuridad
que cubría el bosque de
Raccoon.
Rebecca Chambers estaba sentada muy tiesa, esforzándose por
parecer tan tranquila como los hombres que la rodeaban. El ambiente era serio,
tan sombrío y
nublado como los cielos que cruzaban. Las bromas y los
chistes se habían quedado atrás, en la reunión informativa. No se trataba de un
ejercicio de entrenamiento. Tres
personas más, tres excursionistas, habían desaparecido, un hecho
no tan extraño en un bosque tan
grande como el que rodeaba Raccoon, pero con la ola de asesinatos salvajes que
habían aterrorizado a la pequeña población durante las últimas semanas, la
palabra «desaparecido» había adquirido un nuevo significado. Sólo unos pocos
días antes se había encontrado a la novena víctima, tan destrozada y mutilada
como si la
hubieran pasado por
una picadora de
carne. Estaban matando a gente.
Algo o alguien atacaba salvajemente en los alrededores de la ciudad, y la
policía de Raccoon no estaba obteniendo ningún resultado. Finalmente habían
llamado al comando local de los STARS para que colaborase en la investigación.
Rebecca alzó ligeramente la barbilla, en un destello de
orgullo que superó su nerviosismo. Aunque estaba graduada en bioquímica, la
habían asignado al equipo Bravo como médico de campo. Hacía menos de un mes que
pertenecía al grupo.
Mi primera misión. Lo que quiere decir que más vale que no
la fastidie.
Respiró hondo y soltó el aire lentamente, mientras intentaba
mantener una expresión neutra.
Edward le dedicó una sonrisa alentadora, y Sully se inclinó
hacia adelante en la abarrotada cabina para darle una palmadita tranquilizadora
en la pierna. Al parecer, su fingida calma no colaba. A pesar de todo lo lista
que era y de lo preparada que estaba para iniciar su carrera, no podía hacer
nada respecto a su edad, o respecto a parecer aún más joven. A sus dieciocho
años, era la persona más joven que los STARS habían aceptado nunca, desde su
creación en 1967. Y como era la única mujer en el equipo B de Raccoon, todos la
trataban como si fuera su hermana pequeña.
Suspiró, le devolvió la sonrisa a Edward y le hizo un gesto
a Sully con la cabeza. No era tan terrible tener un puñado de tipos duros como
hermanos mayores, vigilándola. Siempre y cuando entendieran que podía cuidar de
sí misma
cuando hiciera falta.
Eso creo, añadió para sí en silencio. Después de todo, era
su primera misión, y aunque estaba en perfecta forma física, su experiencia en
combate se limitaba a las simulaciones de vídeo y a las misiones de
entrenamiento de fin de semana. La
Escuadra de Tácticas Especiales y Rescates la quería en sus
laboratorios, pero era obligatorio cubrir un tiempo en servicio de campo, y
Rebecca necesitaba experiencia. De todas formas, inspeccionarían los bosques en
grupo. Si se encontraban con la gente o con los animales que habían estado
atacando a los habitantes de Raccoon, tendría quien le cubriera las espaldas.
Se vio el destello de un rayo hacia el norte, cerca. El
ruido del trueno se perdió bajo el rugido del helicóptero. Rebecca se inclinó
ligeramente hacia adelante e intentó penetrar la oscuridad. Había sido un día
claro y despejado, pero justo antes de la puesta de sol habían comenzado a
formarse nubes. No cabía duda de que volverían a casa mojados. Al menos iba a
ser una lluvia cálida; supuso que podría ser mucho…
¡Boom!
Había estado tan concentrada pensando en la tormenta que se
cernía sobre ellos, que durante un segundo, incluso mientras el helicóptero se
inclinaba peligrosamente y caía, creyó que se trataba del ruido de un trueno.
Desde la cabina se fue alzando un terrible gemido agudo y el suelo empezó a
vibrar bajo sus botas. Captó el olor caliente del metal quemado y del ozono.
¿Un rayo?
—¿Qué ha sido eso? —gritó alguien. Era Enrico, desde el
asiento del copiloto.
—¡El motor ha
fallado! —explicó a
gritos el piloto,
Kevin Dooley—.
¡Aterrizaje de emergencia!
Rebeca se sujetó con fuerza a un hierro de la estructura y
miró hacia sus compañeros para evitar la visión de los árboles, que subían
rápidamente hacia ellos. Observó el gesto decidido y serio del mentón de Sully,
los dientes apretados de Edward y la mirada de preocupación que intercambiaron
Richard y Forest mientras se agarraban a los salientes de la estructura y los
asideros de la vibrante pared. Delante, Enrico estaba gritando alguna cosa,
algo que Rebecca no pudo descifrar por encima del sonido agonizante del motor.
Cerró los ojos durante un instante, pensó en sus padres… Pero el viaje era
demasiado violento como para poder pensar. Los golpes y los azotes de las ramas
de los árboles sacudían el helicóptero con tal estruendo que lo único que pudo
hacer Rebecca fue no perder la esperanza. El helicóptero giró fuera de control
y se precipitó describiendo una espiral escalofriante, entre sacudidas y
bandazos.
Un segundo después todo había acabado. El silencio fue tan
repentino y completo que Rebecca pensó que se había quedado sorda. Todo
movimiento se detuvo. Entonces oyó el goteo sobre el metal, el jadeo ahogado
del motor y los
feroces latidos de su propio corazón. Se dio cuenta de que
estaban en tierra. Kevin lo había logrado, y sin un solo rebote.
—¿Estáis todos bien? —Enrico Marín, el capitán, estaba medio
vuelto en el asiento.
Rebecca unió su gesto inseguro al coro de afirmaciones.
—¡Bien pilotado, Kev! —exclamó Forest, y se alzó un nuevo
coro. Rebecca estaba totalmente de acuerdo.
—¿Funciona la radio? —preguntó Enrico al piloto, que estaba
dando golpecitos a los controles y moviendo los interruptores.
—Parece que se ha frito toda la parte eléctrica —contestó
Kev—. Debe de
haber sido un rayo. No nos ha dado de lleno, pero ha pasado
lo suficientemente cerca. La baliza tampoco funciona.
—¿Se puede arreglar?
Enrico formuló la pregunta para todos, pero miró a Richard,
que era el oficial de comunicaciones. A su vez, Richard miró a Edward, que se
encogió de hombros.
Edward era el mecánico del equipo Bravo.
—Voy a echarle una ojeada —repuso Edward—, pero si Kev dice
que el transmisor está quemado, es que seguramente lo está.
El capitán asintió con un lento movimiento de cabeza
mientras se acariciaba
el bigote con
una mano y
consideraba qué opciones
tenían. Pasados unos segundos, suspiró.
—Llamé cuando el
rayo nos alcanzó,
pero no sé
si el mensaje
salió —
informó—. Tienen nuestras
últimas coordenadas. Si
no informamos pronto,
vendrán a buscarnos.
Los que vendrían a buscarlos eran el equipo Alfa de los
STARS. Rebecca asintió con los demás, sin estar segura de si debía estar
decepcionada o no. Su
primera misión había acabado incluso antes de empezar.
Enrico volvió a tocarse el bigote, atusándoselo en las
comisuras de la boca con los dedos índice y pulgar.
—Todo el mundo afuera —ordenó—. Veamos dónde estamos.
Salieron uno a uno de la cabina. Rebecca se fue dando cuenta
de la situación en la que
se hallaban mientras
se iban reuniendo
en la oscuridad.
Tenían muchísima suerte de estar vivos.
Nos ha caído un rayo. Y mientras buscamos asesinos locos, ni
más ni menos, pensó,
sorprendiéndose. Incluso si la misión había concluido, sin
duda había sido lo más excitante que le había pasado nunca.
El aire se notaba cálido y cargado de la inminente lluvia.
Las sombras eran profundas. Pequeños animales correteaban por el sotobosque. Se
encendieron un
par de linternas y los haces de luz cortaron la oscuridad
mientras Enrico y Edward rodeaban el helicóptero examinando los daños. Rebecca
sacó su linterna de la mochila, aliviada de no habérsela olvidado.
—¿Cómo lo llevas?
Rebecca se volvió y vio a Ken «Sully» Sullivan sonriéndole.
Había sacado su arma, y el cañón de la nueve milímetros apuntaba hacia el
nuboso cielo, recordándole tristemente cuál era la razón de su presencia allí.
—Realmente sabéis cómo hacer una entrada sonada, ¿no?
—bromeó, devolviéndole la sonrisa.
El hombre alto rió, y los blancos dientes resaltaron contra
la oscuridad de la
piel.
—La verdad es que siempre hago esto para los nuevos
reclutas. Es un gasto en helicópteros, pero tenemos que mantener nuestra
reputación.
Rebecca estaba a punto de preguntar qué opinaría el jefe de
policía de ese gasto —era nueva en la zona, pero ya había oído decir que el
jefe Irons era famoso por su tacañería— cuando Enrico se unió a ellos, sacando
su arma y alzando la voz para que todos pudieran oírlo.
—De acuerdo, chicos. Abrámonos en abanico e inspeccionemos
los alrededores. Kev, quédate en el helicóptero. El resto, no os separéis
demasiado,
sólo quiero que aseguréis la zona. El equipo Alfa podría
estar aquí en menos de una hora.
No completó la frase, no dijo que también podría pasar mucho
más tiempo, pero era innecesario. Al menos por el momento, estaban solos.
Rebecca sacó la nueve milímetros de la funda y comprobó
cuidadosamente los cargadores y la recámara como le habían enseñado, con el
arma en posición vertical para evitar apuntar a alguien sin darse cuenta. Los
otros se movían a ambos lados, comprobando sus armas y encendiendo las
linternas.
Rebecca respiró hondo y comenzó a andar en línea recta,
enfocando el rayo de luz de la linterna hacia adelante. Enrico estaba sólo a
unos cuantos metros y avanzaba en paralelo a ella. Se había alzado una fina
neblina baja, que se enrollaba entre los matojos como una marea fantasmal. A
unos doce metros, los árboles se abrían y formaban un sendero lo
suficientemente ancho para considerarse una carretera pequeña,
aunque la niebla
le impedía estar
segura. Todo estaba
en silencio excepto por
los truenos, que
sonaban más cerca
de lo que se había esperado; tenían la tormenta casi
encima. El haz de luz iluminó árboles, luego oscuridad y luego otra vez
árboles, con un destello de lo que parecía…
—¡Mire, capitán!
Enrico se puso a su lado y, en segundos, cinco luces más se
dirigieron hacia el
brillo metálico que Rebecca había visto y lo iluminaron: una
estrecha carretera de tierra y un jeep volcado. Mientras el equipo se acercaba,
Rebecca pudo ver las letras PM grabadas en un lado. Policía Militar. Vio una
pila de ropa que salía por el parabrisas roto y frunció el entrecejo. Se acercó
para ver mejor y, mientras rebuscaba el kit médico, corrió a arrodillarse junto
al jeep volcado. Ya antes de agacharse supo que no podría hacer nada. Había
tanta sangre…
Dos hombres. Uno
había salido disparado
limpiamente y yacía
a unos
cuantos metros. El otro, el hombre rubio que tenía ante sí,
aún tenía medio cuerpo dentro del jeep.
Ambos llevaban ropa militar
de trabajo. El rostro
y la parte superior del
cuerpo de ambos
habían sido horriblemente
mutilados. Tenían grandes
desgarros en la piel y en los músculos, y unas heridas profundas en el cuello.
Era imposible que fueran resultado del accidente.
Pensativa, Rebecca le buscó el pulso y se fijó en que la
piel estaba muy fría. Se incorporó y fue hacia el otro cadáver; de nuevo buscó
alguna señal de vida, pero estaba tan frío como el primero.
—¿Crees que son de Ragithon? —preguntó Richard. Rebecca vio
un maletín junto a la pálida mano extendida del segundo cadáver y fue a
buscarlo medio agachada. La respuesta de Enrico le llegó mientras levantaba la
tapa del maletín.
—Es la base más cercana, pero mira la insignia. Son marines.
Podrían ser de
Donnell —dijo.
Sobre un puñado de carpetas de informes había un
sujetapapeles con un documento de aspecto oficial. En la esquina superior
izquierda se veía la foto de carnet de un hombre apuesto y de ojos oscuros
vestido de civil. Ninguno de los cadáveres se le parecía. Rebeca alzó las hojas
y leyó en silencio… y se le quedó la boca seca.
—¡Capitán! —consiguió decir, mientras se levantaba.
Enrico levantó la vista desde donde se hallaba agachado
junto al jeep.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
Rebecca leyó en voz alta la parte relevante.
—Una orden judicial para transportar a alguien… «Prisionero
William Coen, ex teniente, de
veintiséis años de
edad. Sometido a
un consejo de
guerra y
sentenciado a muerte el 22 de julio. El prisionero será
transportado a la base de
Ragithon para ser ejecutado.»
El teniente había sido acusado de asesinato en primer grado.
Edward le cogió el documento de las manos. Dijo en voz alta
y cargada de furia lo que ya se estaba formando en la mente de Rebecca.
—Estos pobres soldados. Sólo estaban haciendo su trabajo, y
ese canalla los ha asesinado y se ha escapado.
Enrico, a su vez, le tomó los documentos de las manos a él y
les echó una rápida ojeada.
—Muy bien, muchachos. Cambio de
planes. Tenemos un
asesino suelto. Separémonos y
reconozcamos la zona más próxima, a ver si podemos localizar al
teniente Billy. Manteneos alerta e informad cada quince
minutos, pase lo que pase.
Todos hicieron gestos de asentimiento. Rebecca respiró hondo
mientras los otros comenzaban a moverse y comprobó su reloj, decidida a ser tan
profesional como cualquier otro
componente del equipo.
Quince minutos sola,
ningún
problema. ¿Qué podía pasar en quince minutos? Sola, en medio
de esos bosques tan oscuros.
—¿Tienes tu radio?
Rebecca pegó un bote y se volvió al oír la voz de Edward. El
mecánico estaba justo a su espalda y le dio una palmadita en el hombro,
sonriendo.
—Tranquila, nena.
Rebecca le devolvió la sonrisa, aunque odiaba que la
llamaran «nena». ¡Por el amor de Dios, Edward sólo tenía veintiséis años!
Rebecca dio unos golpecitos a la unidad de radio que colgaba de su cinturón.
—Comprobado.
Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó. Su
mensaje era
claro y tranquilizador. Rebecca no estaría realmente sola,
no mientras tuviera la radio. Miró alrededor y vio que algunos de los otros ya
estaban fuera de su vista. Kevin seguía en el asiento del piloto y estaba
examinando el portafolios que ella había encontrado. La vio y le dedicó un
saludo militar. Rebecca alzó el pulgar y cuadró los hombros mientras volvía a
desenfundar su arma y se adentraba en la noche. En lo alto, retumbó un trueno.
Albert Wesker se hallaba sentado en la planta de tratamiento
Con B1. La única luz en la sala provenía del parpadeo de seis monitores de
observación, que cambiaban de imagen en rotaciones de cinco segundos. Se veían
todos los niveles del centro de formación, los pisos superior e inferior de la
planta de tratamiento del agua y el túnel que conectaba a los dos. Contempló
las silenciosas pantallas en blanco y negro sin verlas realmente; la mayor
parte de su atención estaba centrada en la transmisión que estaba recibiendo de
los del comando de limpieza. Un grupo de tres hombres —bueno, dos y el piloto—
estaba de camino en helicóptero, en silencio la mayor parte del tiempo; eran
profesionales y no perdían el tiempo con bromas de machos o chistes de jovencitos,
lo que significaba que Wesker estaba oyendo un montón de estática. Ningún
problema; el ruido blanco combinaba bien con los rostros inexpresivos de mirada
fija que veía en los monitores, los cuerpos destrozados tirados por
los rincones, los
hombres que habían
sido infectados vagando sin rumbo
por los corredores vacíos. Como en la mansión y los laboratorios Arklay, a unos
cuantos kilómetros de allí, los campos privados de entrenamiento de White
Umbrella y los centros conectados a ellos habían sido atacados por el virus.
—Tiempo de llegada estimado, treinta minutos, cambio —dijo
el piloto, y su
voz resonó en la sala tenuemente iluminada.
—Recibido —contestó Wesker, inclinándose sobre el micro.
De nuevo silencio.
No hacía falta
hablar sobre lo
que ocurriría cuando llegaran al tren… y, aunque era un
canal seguro, era mejor no decir más de lo
estrictamente necesario. Umbrella se había cimentado en el
secreto, una característica del gigante farmacéutico que, en los niveles
superiores de gestión, todos
seguían respetando. Incluso
de los negocios
legítimos de la
compañía, cuanto menos se hablase, mejor.
Todo se está viniendo abajo, pensó Wesker sin preocuparse,
mientras observaba las pantallas. La mansión Spencer y los laboratorios que la
rodeaban habían caído a mediados de mayo. White Umbrella lo tomó como un
«accidente», y se sellaron los laboratorios hasta que los investigadores y el
personal infectado pasaran a ser
«inefectivos». Después de
todo, siempre ocurren errores. Pero la
pesadilla del centro de formación, que aún se estaba representando ante
él, había sucedido a continuación, menos de un mes después…, y hacía sólo unas
cuantas horas, el
maquinista del tren privado de Umbrella, el Expreso
Eclíptico, había apretado el botón de alarma de peligro biológico.
Así que no sirvió de nada encerrarlo, el virus se filtró y se esparció. Es así de
simple,
¿no?
En el comedor del centro de formación había un puñado de
reclutas infectados. Uno de ellos caminaba en círculos irregulares alrededor de
lo que había sido una bonita mesa. Le goteaba algún fluido viscoso de una fea
herida en la cabeza mientras avanzaba a trompicones, sin conciencia de dónde
estaba, ni del dolor, ni de nada. Wesker apretó varias teclas del panel de
control que se hallaba bajo el monitor para impedir que la imagen cambiara. Se
recostó en la silla y se dedicó a observar al caminante condenado dar vueltas
alrededor de la mesa.
—Podría haber sido sabotaje —dijo en voz baja. No podía
estar seguro. De ser
así, estaba preparado para parecer natural; un vertido en el
laboratorio de Arklay, un aislamiento incompleto. Unas cuantas semanas después,
un par de excursionistas desaparecidos, posiblemente obra de uno o dos sujetos
experimentales escapados; y unas semanas más tarde, infección en el segundo
centro de White Umbrella. Era muy improbable que uno de los portadores del
virus hubiera ido a parar
por casualidad a
uno de los
otros laboratorios de Raccoon, pero era posible. Excepto que en
ese momento tenía que pensar también en el tren. Y eso no parecía un accidente.
Daba la sensación de estar… planeado.
Mierda, podría
haberlo hecho yo mismo, si se me hubiera ocurrido.
Desde hacía algún tiempo había estado buscando la forma de
salir de todo
esto, cansado de trabajar para una gente que eran claramente
inferiores a él, y plenamente consciente de que pasar demasiado tiempo en la
nómina de White Umbrella no era muy aconsejable para la salud. Y ahora
pretendían que condujera a los STARS a la mansión y a los laboratorios de
Arklay para descubrir qué tal lo hacían las mascotas guerreras de Umbrella
contra soldados armados. ¿Y les preocupaba que él pudiera morir en la misión?
En absoluto, siempre y cuando registrara los datos primero, de eso estaba
seguro.
Investigadores,
médicos, técnicos, cualquiera
que trabajara para
White
Umbrella durante más de una década o dos tenía la costumbre
de acabar desapareciendo o muriendo. George Trevor y su familia, el doctor
Marcus, Dees, el doctor Darius, Alexander Ashford… Y ésos eran sólo los nombres
de los más importantes. Sólo Dios sabía cuánta gente menos importante había
acabado enterrada en alguna parte… o se había transformado en el sujeto
experimental A, B o C.
La sombra de una sonrisa se le formó en la comisura de la
boca. Pensándolo bien, él sí que tenía una buena idea de cuántos. Trabajaba
para White Umbrella desde finales de los años setenta, y la mayor parte de ese
tiempo había estado destinado al área de Raccoon. Y había visto a los matasanos
utilizar a un buen número de sujetos experimentales, muchos de los cuales él
mismo había ayudado a conseguir. Tendría que haber dejado Umbrella hacía ya
tiempo, y si lograba conseguir los datos que querían los peces gordos, quizá
hasta podría lanzarse a una pequeña escaramuza de buen regateo, un regalo de
despedida para financiar su jubilación. White Umbrella no era el único grupo
interesado en la investigación de armas biológicas.
Pero primero, una buena limpieza al tren.
Y a este lugar,
pensó, contemplando cómo el soldado con la herida en la cabeza tropezaba con
una silla e iba a parar al suelo. El centro de formación estaba conectado con
la planta «privada» de tratamiento del agua por un túnel subterráneo; se
tendría que despejar todo.
Pasaron unos segundos, y el soldado que se veía en la
pantalla consiguió
ponerse en pie y siguió su paseo a ninguna parte. Parecía
tener un tenedor clavado en el hombro derecho, un recuerdo de la caída. El
soldado, naturalmente, no lo notó. Se trataba de una enfermedad encantadora.
Sin duda se habrían dado el mismo
tipo de escenas
en los laboratorios
Arklay, de eso
Wesker estaba convencido; las
últimas llamadas desesperadas desde el laboratorio en cuarentena habían
mostrado un retrato muy vívido de la gran efectividad del virus-T. Eso también
se tendría que limpiar, pero no hasta que hubiera llevado allí a los STARS para
un pequeño ejercicio de entrenamiento.
Iba a ser un encuentro interesante. Los STARS eran buenos,
él personalmente había elegido a la mitad de ellos, pero nunca se habían enfrentado
a nada parecido al virus-T. El soldado agonizante de la pantalla era un ejemplo
perfecto: cargado
del virus recombinante, seguía recorriendo el comedor,
incansable, lenta y estúpidamente. No
sentía ningún dolor, y atacaría sin dudarlo a cualquiera o cualquier cosa que se cruzara en
su camino, con el virus buscando constantemente nuevos portadores a los que
infectar. Aunque el vertido original supuestamente había contaminado el aire,
pasado ese tiempo, el virus sólo se contagiaba a través de los fluidos
corporales. Por la sangre, o por un mordisco. Y el soldado tan sólo era un
hombre, a fin de cuentas; el virus-T atacaba a todo tipo de tejido vivo, y
había otros… animales… para ver
en acción, incluyendo desde creaciones de laboratorio a la fauna local.
Enrico debería de
tener ya a
los Bravo en
acción, buscando a los
excursionistas desaparecidos, pero no era muy probable que encontraran nada
allí
donde había planeado buscar. Muy pronto, Wesker se
encargaría de organizar una excursión de los dos equipos a la «desierta»
mansión Spencer. Entonces borraría todas las pruebas, iniciaría su nueva y rica
vida, y mandaría al infierno a White Umbrella, al infierno su vida de agente
doble, jugando con las vidas de hombres y mujeres que no le importaban en
absoluto.
El hombre agonizante de la pantalla volvió a caerse,
consiguió levantarse con esfuerzo y continuó dando vueltas.
—A por el oro, muchacho —dijo Wesker, y soltó una risita que
resonó en el oscuro vacío.
Algo se movió entre los matorrales. Algo mayor que una
ardilla.
Rebecca se volvió hacia el sonido mientras dirigía el haz de
la linterna y su
nueve milímetros hacia el matojo. La luz captó el final del
movimiento, las hojas aún se movían y la luz de la linterna temblaba al mismo
ritmo. Se acercó un paso, tragando saliva y contando hacia atrás desde diez.
Fuera lo que fuera, se había ido.
Un mapache, seguro. O quizá el perro de alguien que se ha
escapado.
Miró el reloj convencida de que debía de ser la hora de
regresar, pero vio que únicamente había estado sola durante poco mas de cinco
minutos. No había visto u oído nada desde que se alejó del helicóptero; era
como si todos los demás hubieran desaparecido de la faz de la tierra.
O he desaparecido yo, pensó sombría. Bajó ligeramente el
cañón de la pistola y
miró hacia atrás para comprobar su posición. Había estado
dirigiéndose más o menos hacia el suroeste del lugar donde habían aterrizado;
seguiría adelante durante unos minutos y luego…
Rebecca parpadeó sorprendida al ver una pared de metal bajo
la luz de la linterna, a menos de diez metros. Recorrió la superficie con el
haz y vio ventanas, una puerta…
—Un tren —murmuró, frunciendo el entrecejo. Le parecía
recordar algo sobre
una vía en aquella zona… Umbrella, la corporación farmacéutica,
tenía una línea privada que iba de Latham a Raccoon City, ¿no? No estaba muy
segura de la historia porque no era de la región, pero juraría que la compañía
se había fundado en Raccoon. La sede principal de Umbrella se había trasladado
a Europa hacía algún tiempo, pero aún seguían siendo los dueños de casi toda la
ciudad.
¿Y qué hace esto aquí, en medio del bosque, a estas horas de
la noche?
Recorrió el tren de arriba abajo con el haz de luz y
descubrió que había cinco vagones altos, de dos pisos cada uno. Justo bajo el
techo del vagón que tenía delante vio escrito EXPRESO ECLÍPTICO. Había unas
cuantas bombillas encendidas, pero eran muy tenues, con una luz casi incapaz de
atravesar las ventanas, y de éstas, varias estaban rotas. Le pareció ver la
silueta de una persona junto a una de las que permanecían intactas, pero no se
movía. Quizá estuviera durmiendo.
O herida, o muerta.
Tal vez esta cosa se detuvo porque Billy Coen encontró la manera
de llegar a la vía.
¡Menuda idea! En
ese mismo momento
podía encontrarse dentro,
con
rehenes. Había llegado la hora de pedir refuerzos. Movió la
mano hacia la radio, pero se detuvo.
O quizá el tren se averió hace un par de semanas y todavía sigue aquí, y todo lo que
encontrarás dentro será una colonia de marmotas.
¿Se burlarían los del equipo de eso? No, se mostrarían muy
amables, pero ella tendría que aguantar que le tomaran el pelo durante semanas
o incluso meses por
pedir refuerzos para entrar en un tren vacío.
Volvió a mirar el reloj y vio que habían pasado dos minutos
desde la última vez. De repente, sintió que una gota de un líquido frío le caía
en la nariz y después otra en el brazo. Luego oyó el repique suave y musical de
cientos de gotas que
caían sobre las hojas y la tierra, y finalmente de miles,
cuando la tormenta por fin se desencadenó.
La lluvia decidió por ella; echaría un vistazo rápido al
interior del tren antes
de regresar, sólo para asegurarse de que todo estaba como
debería estar. Si Billy no rondaba por ahí, al menos podría informar de que el
tren parecía estar despejado. Y si él estaba allí…
—Tendrás que vértelas conmigo —murmuró, y sus palabras se
perdieron en el estruendo de la tormenta, que fue arreciando mientras ella
avanzaba hacia el tren.
Bueno mis amigos,asi concluye este emocionante episodio.Concluira el martes con el capitulo 2